Sostenido por un ritmo ondulante que no decae ni desarropa sus virtudes, la construcción poética de Juan Manz, al tiempo que estimula el vigor de su venado legendario, concede un encabalgamiento audaz y formalmente bien logrado; tal parece que su cérvido venerado arremete con la misma enjundia y gracia que la elocuencia y fuerza de sus sentencias. Explorador de la...
Sostenido por un ritmo ondulante que no decae ni desarropa sus virtudes, la construcción poética de Juan Manz, al tiempo que estimula el vigor de su venado legendario, concede un encabalgamiento audaz y formalmente bien logrado; tal parece que su cérvido venerado arremete con la misma enjundia y gracia que la elocuencia y fuerza de sus sentencias. Explorador de la voz, comprometido con un legado lleno de misterio y magia, el autor enfatiza en la riqueza mística y la intrínseca visión histórica del pueblo yaqui, otorga un recorrido por el tiempo para ceder a los designios su nostalgia madura y en ocasiones funeral, la semblanza de los días en que se descubre el mundo y se arranca de las sombras la pasión. Una vez establecido el apunte biográfico y el memorial, medita sobre los actos que templaron su juventud y sobre el esencial intercambio de experiencias con una comunidad capaz de envolvernos con el sigilo de sus rituales. Así, de pronto, habla su encantado astral con el padre eterno de los yaquis, el itom áchai, evocado en su canto, aún como su otro padre que fuera en esta tierra: a la vez hermano mayor, que nunca tuvo, maestro que convoca, moro que vigila, pero sobre todo habla su yo fraterno, en sus personas varias, con el danzante inmemorial: contraparte que representa al saltador de dulces ojos, que emerge de su sacrificio, mayormente alimento, pascua del espíritu e inspiración sagrada.