La idea abstracta, residente en mentalidades de propios y extraños, de lo que es el mundo mexicano traspuesto a chicano se define claramente a efectos de la narrativa de Margarita Oropeza, en su novela Después de la montaña.
Su prosa colorida, dinámica, detalla un cosmos soslayado. Es un cauce a contemplarse, construido con descripciones del mundo exterior y del que bulle interiormente. Un contenimiento para que la anécdota fluya y se desplace vívida, graciosa. Así, las cosas se mueven y las que permanecen se integran en un todo iridiscente, para que el lector vea, gire, piense, viva las peripecias intensamente emotivas del mexicano que cruza un desierto igual que pudiera ser el mismo río Aqueronte, para adentrarse a círculos sucesivos donde se añora y sufre, no obstante el ser impelido por un afán y una esperanza sublimes: la redención, la felicidad a que todo ser humano es acreedor por las leyes divinas y naturales, si no fuera, pésima fortuna, por la voluntad ególatra del hombre, tantas veces fraticida.
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