Recordó el cuerpo de su primo pendiendo desde lo alto del pino, el surco que el lazo le dejó como una prueba irrefutable de su pecado. Esa hendedura persistense y apergaminada que no vio desaparecer ni cubrirse con el maquillaje. Esa huella honda, la cual soñaba todavía más ancha y profunda, casi a punto de arrancarle la cabeza a Tadeo....
Recordó el cuerpo de su primo pendiendo desde lo alto del pino, el surco que el lazo le dejó como una prueba irrefutable de su pecado. Esa hendedura persistense y apergaminada que no vio desaparecer ni cubrirse con el maquillaje. Esa huella honda, la cual soñaba todavía más ancha y profunda, casi a punto de arrancarle la cabeza a Tadeo. El nudo al lazo derecho, su cabeza inclinada al izquierdo. Recordaba el rostro cianótico que, aunado a la proyección de su lengua azulosa también, le daban un aspecto fantasmagórico. Una nube negruzca rodeaba el borde de sus párpados, y los ojos abombados parecían querer escaparse de su cavidad protectora. Algunas noches la muerte de Tadeo se volvía suya. Simón se sentía el colgado. Tenía, incluso, la sensación de su lengua inflamándose, queriendo explotarle por la comisura de los labios. –Los Rezanderos, Isabel Castillo-Cortés