Cada libro tiene un destino y, en mi opinión, aquellos que permanecen en la memoria de la gente son los que fueron concebidos sin un plan específico, más como las deudas emotivas que no nos dejan dormir o trabajar si no es para cumplir, con la palabra por delante, con la obligación de hacer memoria como se hacen sillas o levantan muros o se guisa un huevo por la mañana, y nada de eso es propio, nada de eso es para la gloria escandalosa que a nadie encumbra, salvo a las moscas que entrenan a sus hijos para esperar nuestros cadáveres. Este libro es de esos.
Un libro “para pensar en los demás”, me dijo un día un viejo que cenaba un tomate con jugo de naranjas agrias, “eso puede y va a hacer este muchacho” –cuando era muchacho– y eso ha venido haciendo, con la soltura cínica de quien sabe que aprender es robar sin desfalcar ni ser ojete. Por eso creo que El árbol de los frutos muertos es un libro que por voluntad voltea hacia atrás, porque para vivir se necesita saltar y sin impulso no se puede; Carlos Sánchez no requiere de permisos, él lo que ha ido amasando es una voz, y las voces con el tiempo maduran como los frutos (muertos o no), hechos para la boca aunque se pudran, hechos para dar otros frutos a pesar de la sombra de una abuela que hace mucho se ha ido.
Al final, como tantas mentiras circulantes, quienes digan que la poesía no debe o no busca narrar, habría que recordarles lo poco que eso le importa a la poesía. Aquí, en este árbol escrito que nos dice cosas en sucesión y con el tono intrigante que –seguramente– hizo que Laurita Garza decidiera disparar, hay una historia. Una más de esas que Carlos nomás no dejará de contarnos. Del dinero, de Camelia y los frijoles, un día sabremos algo.
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