Buenos salvajes. Seis poetas de Sonora en su poesía
Para mí resultan indisociables la poesía y el desierto. Fue una revelación, lo recuerdo bien, de cara a un sol que moría tras el horizonte marino una tarde de verano: después de aquello nada volvió a ser lo mismo para mí. Supe que esta sed de vida es trascendente, que la realidad tiene un reverso, que el poema es el...
Para mí resultan indisociables la poesía y el desierto. Fue una revelación, lo recuerdo bien, de cara a un sol que moría tras el horizonte marino una tarde de verano: después de aquello nada volvió a ser lo mismo para mí. Supe que esta sed de vida es trascendente, que la realidad tiene un reverso, que el poema es el camino más corto entre la palabra humana y lo impronunciable. Escribo y leo poesía con la ingenua fascinación de los espíritus religiosos y no me sonroja declarar que a través de ella atisbo lo divino. Todo esto lo supe en un instante, de cara a un sol que derramaba su sangre como una arteria cortada a tajo sobre el agua hirviente del mar de Cortés; lo demás, lo que ha quedado desde entonces es un puro pensar y pensar en todo aquello. ¿Soy yo el que está despierto, el que vive hoy o sigue siendo el niño aquel el que desde un ayer radiante me está soñando? Intuyo que nunca sabré la respuesta, pero al menos me queda algo claro, y lo digo asumiendo plenamente el riesgo de parecer ridículo: escribo porque me mueve un amor bueno y salvaje